sábado, 20 de julio de 2013

CAPÍTULO 6: Cuando sólo podía oler

Después de una deliciosa sesión de tetita

  Recuerdo que era una sensación extraña aquello de no tener más que mi pequeña trufa blanca para comunicarme con el mundo exterior. Aunque reconozco que poco podía decir con una o dos semanas de vida, me hubiera gustado ser capaz de ver, oír y ladrar desde el primer momento.

   Me gustaba cuando olía el aroma de mi madre: sabía que era la “hora de la tetita”. Ella cumplía religiosamente cada vez que la buscábamos. Carmen y Manu se ocupaban de que nunca le faltara comida especial para mamis que están con la lactancia y agua fresquita para evitar la deshidratación (recordad que nacimos en pleno mes de mayo y el sol sevillano apretaba “lo más grande”). La teníamos seca aunque apenas se quejaba; solamente algún gruñido esporádico cuando chupábamos con los dientecillos en pleno brote, pero lo entendíamos como algo normal, pobrecita lo que tuvo que aguantar. 

   Lo cierto es que mis hermanos y yo luchábamos como gladiadores que se jugaban la vida por conseguir el mejor surtidor de aquel exquisito manjar (supongo que os habéis dado cuenta de mi gran parecido con Russell Crowe, aparte de que su familia nos copió vilmente el nombre). Pipo y Caly se lo tomaban con calma, a su ritmo, sin embargo, Teddy y yo nos pegábamos unas carreras maratonianas para ver quién llegaba antes a la tetita más jugosa. Entre vosotros y yo: alguna vez le dejé ganar para fomentar el espíritu del deporte. Si siempre llegaba yo antes se perdería esa esencia. 
   De ahí que nuestros pesos siempre estuvieran muy igualados y los dos fuéramos unos boliches blancos con patas y rabo. Todas las semanas nos pesaban con una maquinita muy chuli que no sabría explicaros. Olía como a… ¿puré de patatas, podría ser? Lo único que sé es que, cuando pude verla, parecía una nave espacial plateada. ¿Qué sería aquello? Tengo que preguntarle a Carmen porque yo notaba aquello un poco raro todo…

   Nos encantaba tener la tripota llena para después no dudar en acurrucarnos en una esquina y seguir durmiendo y soñar con tetitas. Fui muy feliz aquellas semanas. Normalmente yo me ponía debajo y dejaba que los demás hicieran filigranas para encajarse. En alguna ocasión me sentí algo agobiado porque, no nos engañemos, mis hermanos daban tal calor que sólo lo aguantas por amor fraternal. Entre ellos y la luz roja discotequera que Manu nos puso para mantener la temperatura óptima estaba yo más recocío que un camello en el desierto. Pero bueno, en el fondo me gustaba, quería aprovechar el tiempo que iba a estar con ellos y no me importaba pasar un poco de calor aunque fueran unos abusones.


   Aquellas semanas en las que fui sordo, ciego y mudo fueron especiales. Tuve tiempo para reflexionar sobre mí, sobre mis hermanos, sobre mi familia de Oncetartessos y sobre aquellos dos moteros que todos los fines de semana venían a verme y dejaban un agradable olor que más tarde pude saber qué era.  


1 comentario:

  1. No hay duda, tu parecido con Russell Crowe es mas que evidente, sobre todo en el tamaño!

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